Aquel muro escondía un crimen. Un crimen pasional silenciado entre cuatro paredes. Pero ellas lo sabían. Y no hicieron falta palabras para darse cuenta de que ese secreto que no querían mencionar las mantendría unidas de la misma manera que algo las unió cuando empezaron a escribir esta historia. Una mirada entre madre e hija bastó para sellar su complicidad.
Y aunque el silencio se hace fuerte, más fuertes
fueron los gritos que el palacio dejaba escuchar tras sus paredes. Los gritos
de un cadáver seguido de su séquito de cucarachas que, cada noche, campaba a
sus anchas a diestro y siniestro. Era la maldición de los amantes.
De nuevo, la princesa había edificado su amor sobre
los cimientos de un campamento indio. De nuevo, un maleficio pretendía
perturbar su amor.
Lo que la princesa no había entendido era que nunca
edificaría sobre tierra virgen, que las cucarachas acompañarían su camino igual
que acompañaron al de otros amantes, que sobre su tierra fértil ya habían
crecido otros dulces jardines y que ahora, en ese palacio, le tocaba a ella
expandir su amor.
Plantó el guindo en una linda maceta, orientado hacia
el sur, para que los rayos de sol acariciaran sus hojas; y esperó verlo crecer
felizmente sobre un campo inundado de historias.
Sobre la pared maldita colocó un espejo para que, cada
vez que se acercara, viera reflejado su amor en aquel palacio. Al cadáver, lo
saludaba tiernamente cada atardecer con un sincero: ¡Buenas noches, princesa!
Eva
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