Hoy sus lágrimas se fundieron en la distancia, tras unas letras, con las de su madre. Pero el pianista, tan cerca de ella, lavó sus lágrimas con sus besos. Ella recordó la piel de su padre, antes de afeitarse.
Sonreía al traer a su memoria aquellas anécdotas de la niñez, recordaba cómo su piel rasgada y enrojecida delataba una travesura. Mientras su madre enfurecida miraba asustada a la princesa, ella silenciaba la batalla. Su victoria siempre era el silencio.
Los sonidos de la música despertaron aquel mutismo de la infancia y con su oboe repetía y repetía las notas hasta hacerlas suyas. Sus labios, muchas veces teñidos por el esfuerzo, hablaban del viento, de las flores, de encuentros.
Pero antes de que sus labios crecieran, fueron ensangrentados con el filo de una cuchilla. Allí, escondida en un rincón, la princesa lavaba su rostro con su propia saliva esperando esconder los cortes de su fechoría. Su padre, atónito, descubrió la cuchilla de afeitar que había usado hacía unos minutos. Mientras él se sentía culpable, ella callaba su malestar.No tengo que explicarte querida, le decía su madre, que eso no se hace. Aunque no tuvo más palabras para explicarle que aquello había sido un peligro.
Entre tanto, ella pensaba que debía crecer con el riesgo, buscando y descubriendo nuevos sonidos.
Así fue durante mucho tiempo, ella aprendió que no siempre las notas que salían de su oboe sonaban bien. Esos labios que cantan con el viento pueden dañarse y hay que aprender a lavarse con las lágrimas y si éstas son de algún amigo, saben mejor. La sal reseca o refresca el rostro, según se restriegue en tu faz.
Sus labios besaron con agua de mar, paro también aguantaron abiertos al cuidado del dentista y supieron reír con los hierros adheridos. A veces resecos por el viento y otras veces enrojecidos por besos. ¿Qué tiene un oboe, que enrojece tus labios? ¿Y qué tienen los besos, las lágrimas, que también ruborizan tu boca?
Para que siempre sigas besando. Mamá
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