Opus 33 en si menor guardaba entre sus notas un
oscuro mensaje. Las dudas asaltaban a la princesa, que no entendía la
importancia de esos papeles escondidos tan concienzudamente en las habitaciones
más olvidadas de palacio. La obra no estaba firmada, pero había sido manuscrita
con suma dedicación. Las figuras bien parecían cucarachas bailando sobre el
papel, y las líneas delimitaban los compases tan perfectamente que recordaban a
los antiguos planos arquitectónicos dibujados con tiralíneas.
La princesa desempolvó su oboe, que tantos meses
había guardado silencio en el cajón, y comenzó a interpretar la pieza. Pero, a
pesar de la perfección de su escritura, su música resultaba hipnótica,
somnífera. Hasta cierto punto, mareaba. Descifrar esos pentagramas produjo en
la princesa una náusea incontrolada.
¡Eso es! ¡La partitura misma era el plano de la
casa! Bajo los pentagramas se intuían las indicaciones. Aquel mapa del castillo
confesaba las peores sospechas de la princesa: tras los muros, se escondía una
habitación oculta. Allí, ya no cabía duda, debía encontrarse el desdichado
amante descuartizado.
Por primera vez en mucho tiempo, la princesa se
sentía en calma. Ya no temía descubrir el terrible secreto. Ya lo había
descubierto. Leía la partitura satisfecha, haciéndola parte de sí misma,
recordando la mirada astuta de su madre, que siempre supo cómo meterle pájaros
en la cabeza. Y, mientras leía su melodía, saboreaba cada detalle para hacerlo
suyo.
Tenía la respuesta a la pregunta que tanto tiempo
había estado intentándose ocultar. Ella era la respuesta.
Se hizo fuerte, cogió los papeles, se sentó frente
al muro y dejó que las notas sonaran de nuevo libremente, haciendo una llamada
a la muerte; mientras la casa cobraba vida y se removía al son de aquellos
acordes que dibujaban su historia escondida.
Eva
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