Una flor en la memoria. Una flor roja, recuerda la
princesa. Una flor que parecía construida en papel crepé, tan delicada que
podría romperse al tocarla. Guiada por la curiosidad, únicamente consiguió el
ataque de sus duros pinchos que se defendían amenazantes. La princesa aprendió
a esconder su culpa.
Un armario oscuro, recuerda. Un armario en el que
esconderse tras una travesura inocente y un lugar en el que poder fundirse con
el silencio para abstraerse del mundo y simplemente sentir el ritmo de su corazón.
La princesa aprendió a escucharse.
Una baldosa rota. Rota, porque su padre sacudió con
fuerza un martillo sobre un coco que salió disparado por la terraza. El coco
que la princesa estaba a punto de merendar. La princesa aprendió que los
adultos no necesitan armarios para ocultar su culpabilidad.
Ahora la princesa cumple 26. Y no hay cocos, ni
armarios, ni cactus que le recuerden lo que aprendió haciéndose mayor en su
castillo. Pero hay cartas que recibe cada día de su mamá que cuentan la
infancia de la princesa, para que ella no se olvide de cómo creció. Para que, a
pesar de la distancia, permitan poner en su rostro una larga sonrisa al
leerlas. Y también, por qué no, alguna lágrima que corra por sus mejillas y
termine con las de su madre fundiéndose en un mismo mar.
Eva
Eva
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