Ayer, mientras
paseaba en bicicleta con mi abuela junto a la orilla del río, no podía evitar
pensar en las arrugas que se formaban en sus manos al intentar agarrar con
fuerza el manillar de su Orbea verde pistacho. Sus dedos huesudos y pálidos,
coloreados por el azul de las venas que se insinuaban en su piel, me recordaban
lo delicada que se vuelve la vida cuando una quiere vivirla. Caduca, endeble e
incluso ridícula.
A sus 79 años,
mi abuela ha decidido ser joven. Ha rescatado su bicicleta, la que usaba de
niña para ir a la escuela, y se ha sentado en ella para recuperar todo su
tiempo perdido. Y es que, tras superar el cáncer, ha decidido dejar de lado,
como ella dice, esos gestos de viejo derrumbado y aventurarse a vivir la vida
de nuevo.
Se ha comprado
una agenda para organizar sus actividades y no permite que en ella haya un día
en blanco. El cine, el teatro, el campo, la playa… cualquier actividad es capaz
de entusiasmarla. Los sábados por la tarde están reservados para mí, para su
nieta, que cada día le invita a realizar una cosa nueva. No importa cuál, sólo
importa cómo. “Yo, como los jóvenes”, me dice.
Entonces, veo
cómo brillan sus ojos diminutos bañados de entusiasmo y pregunta inocente con
la ingenuidad de una niña el porqué de esto y de lo de más allá. Y observo sus
manos, que tan frágiles se me antojan cuando intento abrazarlas. Y sonrío
cuando sus labios esbozan sonrisas, porque su cara parece descubrir por primera
vez lo que significa sonreír. Porque su cuerpo menudo pero apasionado parece
estar experimentando de nuevo todas esas primeras veces como si nunca antes las
hubiese vivido.
Por eso, al
observarla en aquella bicicleta ajada por los años, que parecía la antítesis de
su inmarchitable actitud, no pude evitar pensar en la embriaguez que le
producían todos esos nuevos momentos. En lo feliz que se sentía siendo niña por
dentro, en la indiferencia que le producía ser vieja por fuera.
Cuando nos
sentamos en el parque a descansar del paseo en bicicleta, sacamos del bolso las
magdalenas que previamente habíamos cocinado, y a las que tuvimos que poner
empeño, gafas de aumento y mucha, mucha paciencia. Un mantel de cuadros sobre
el césped, para emular los picnic de los cuentos, era perfecto para merendar.
Un hombre mayor,
quizás más joven que ella, no sabría decir, se acercó hasta nosotras más que
decidido y comenzó a conversar animadamente con mi abuela con una tonta excusa
sobre el olor de nuestras magdalenas. A veces una excusa basta como pretexto para
empezar a andar.
A veces somos
jóvenes y nos sentimos viejos. A veces somos viejos y nos sentimos jóvenes. A
veces no somos ni jóvenes ni viejos, sólo sentimos. Y es entonces cuando
tocamos la vida con los dedos, la agarramos tan fuerte como a un manillar de
bicicleta y nos lanzamos pedaleando hacia el vacío; cuando saboreamos cada
instante como saboreamos las últimas magdalenas que hemos cocinado a fuego
lento junto a la abuela; cuando cerramos los ojos y nos dejamos llevar.
- Cariño,
si no te importa, me voy con este hombre tan simpático a dar un paseo por el
parque.
- Claro
que sí, abuela, disfruta de tu juventud.
Eva Garrido. Texto finalista del XIV Certamen de Narrativa Breve “Mujeres mayores, grandes mujeres”.