Rápido, suave, fuerte… tantos latidos diferentes como palabras susurradas por la madre. Un secreto entre ellas se acrecentaba en cada instante: los sonidos eran suyos.
Primero aprendió a nadar y suavemente le llamaba. La madre a escondidas y en el silencio de la noche, le recordaba que fue una luna llena la que engendró a esta niña que escuchaba la música del campo. En una tienda de campaña bajo el sonido del río, de los insectos y de un hermoso murmullo campestre, explotó la lluvia del amor en el vientre de su madre. Ella nunca supo que, arropada bajo las telas de la tienda, sus padres se cobijaron.
Cuando nació, la mirada de la niña siempre buscaba
las palabras de la madre, acompañadas por los sonidos del viento. Un oboe
creció en su boca y en sus oídos los
ecos se precipitaban. Los ruidos le arrebatan el sueño, mientras su madre la
acurrucaba entre paños.
Escondida en un armario, permaneció muda, entre
telas y ropas colgando, refugiada, quizás enfadada. En otras ocasiones arrojaba
libremente su ropa al suelo, esperando ser querida. Telas y trapos, trapos y
telas, se arrugan, se desvanecen, desaparecen. Lloran.
¿Cómo es posible escuchar y oír en la lejanía, ese
lazo de unión que permanece entre el llanto de la madre y un grito asfixiante
de su hija?
A los quince años se convirtió en princesa y cada
mañana su madre la despertaba con ese rango, pronto comprendió que entre sus sábanas también estaba segura,
al igual que en el vientre.
Al destino se le antojó que un músico se la llevara
y entre las teclas del piano abrazara a la princesa. Construyó sin saberlo su
tienda, con hilos, abalorios y telas, y
así en las noches oscuras las sábanas se
la enredaban, otras la atormentaban… Pero es que ella aún no sabía que las
princesas también tienen que aprender a dormir, aunque sea debajo de una
cortina de colores.
Mamá
Mamá
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