Las coronas son para quien las necesita. Los rangos,
lejos de delimitar nuestros derechos, no sirven más que para recordarnos
nuestras obligaciones. Ahora que ya lo sabe, la princesa siente el alivio de no
tener que cargar con semejante peso sobre su cabeza.
Ella quiere ser una princesa de esas que pueden
bajarse de su trono cuando les plazca para esconderse entre la muchedumbre y
desaparecer, de las que no tienen que rendir cuentas ante nadie porque no
tienen ante quién... Ella quiere ser una
princesa de pacotilla.
Por suerte, ha nacido rodeada de una familia de
pirados que se hacen llamar a sí mismos cosas tan ridículas como el “Bufón de
la Corte” o la “Duquesa del Bollo de Campaspero”. Con semejante palabrería,
¿quién puede tomarlos en serio?
El novio de la princesa, al que de momento hemos
bautizado neutral y cortésmente como príncipe, observa el panorama desde fuera
con cautela. Y, aunque en ciertos momentos envidia no haber sido nombrado
caballero, la prudencia le puede y espera pacientemente que un día se le vaya
del todo la pelota para ser oficialmente convencido de tan absurda titulitis familiar.
De momento, mamá, tengo que decir a mi favor, como
muy sabiamente me dijiste hace ya unos cuantos capítulos, que no hay que tener
prisa. No hay que tener prisa por incluir en tu familia nuevos miembros de la
realeza. Todo se andará. Todavía la princesa se está acomodando a su trono
nuevo y no es momento ahora de estar pensando en ampliarlo.
Eso sí, en caso de solicitar un nuevo título no
dudes que será ante ti, ante esta familia de pacotilla, a la que le solicitaré
tantos títulos absurdos como sea necesario.
Disculpa en esta carta mi informalidad, mi osada
rebeldía verbal, pero al haber descubierto que sobre mis hombros pesa una
corona de quita y pon me siento más libre, más ligera. Quizás no había
comprendido hasta ahora que un título impuesto por uno mismo tiene la ventaja
de amoldarse a su dueño tanto como cada uno quiera.
No quiero traer confusión. Me halaga ser princesa y
hago cuanto puedo por hacer honor a mi rango, como aquella vez que el Bufón de
la Corte me dio tal golpe en el pómulo que estuve todo un fin de semana
descompuesta por el traspié, o cuando me vuelvo tan sibarita como la Marquesa
del Cantábrico, la marquesa de verdad, que no me aguanto ni a mí misma. Pero
aún me halaga más, acabo de descubrirlo ahora mismo, poder no serlo cuando yo
quiera. Y ahora no lo soy.
No ser princesa hace que nadie espere nada especial
de ti, ni siquiera tú misma. Siempre he sido muy perfeccionista, muy exigente
conmigo misma, cuadrada cual caja de cartón. Siempre he colocado sobre mí, sin
ni siquiera darme cuenta, una corona que me hiciera cumplir lo que yo misma me
imponía. Y, he de reconocer, que no me ha ido mal.
Pero, quizás, necesitaba saber que esa corona está
ahí para cuando una la solicita pero, por las mismas, un día puede decidir no
necesitar. Soy una princesa, ¿y qué? Soy una princesa ante mí misma y ante
quien quiera sentirme así. Soy una princesa a la que le puede quedar tan bien,
¿por qué no?, una corona de oro como una de cartón. Y, a veces, la de cartón
puede hacerte sentirte igual o más feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario