La niña interiorizaba los sonidos de su habitación.
Los escuchaba y los hacía suyos. La niña era una princesa silenciosa, que
callaba sus fechorías guardándoselas para sí. Una chiquilla tímida que sólo se
atrevía a coger el micrófono y darle al rec cuando se encontraba segura entre
los muros de su habitación. Entonces cantaba como loca, despepitada, ante un
micrófono que recogía en una cinta todas las melodías disparatadas que nunca se
atrevió a cantar en público.
A sus quince años, una partitura compuesta para ella al nacer llegó a sus manos. Guardada en el cajón, como uno de sus más preciados tesoros, aquélla terminó por convertirse en la partitura silenciosa. Y su dueña, en la princesa muda.
La partitura, como un elemento más de su castillo,
invitaba a ser tocada a dúo. Y esta vez, la princesa tendría que enfrentarse a
lanzar sus miedos a ritmo de vals.
Esta partitura no podía ser uno más de aquel cajón
de recuerdos sonoros. Porque no era sólo suya, no le pertenecía sino como parte
de una música construida entre dos.
Eva
¡Qué bonito!
ResponderEliminarUna princesa con oboe.
ResponderEliminar