domingo, 9 de junio de 2013

La princesa XXI: La princesa muda



La niña interiorizaba los sonidos de su habitación. Los escuchaba y los hacía suyos. La niña era una princesa silenciosa, que callaba sus fechorías guardándoselas para sí. Una chiquilla tímida que sólo se atrevía a coger el micrófono y darle al rec cuando se encontraba segura entre los muros de su habitación. Entonces cantaba como loca, despepitada, ante un micrófono que recogía en una cinta todas las melodías disparatadas que nunca se atrevió a cantar en público.

A sus quince años, una partitura compuesta para ella al nacer llegó a sus manos. Guardada en el cajón, como uno de sus más preciados tesoros, aquélla terminó por convertirse en la partitura silenciosa. Y su dueña, en la princesa muda.

Únicamente un oboe dejaba salir de sus labios, de vez en cuando, alguna que otra melodía.

Una partitura a dúo no era lo que la princesa esperaba encontrar. La obligaba a romper su silencio. Y aunque su cabeza, abarrotada de los sonidos del campo, enamorada de los ritmos de la naturaleza, suplicaba a gritos que éstos salieran a la luz; su corazón tenía miedo de aventurarse en una sinfonía sinsentido y arriesgada. 


La partitura, como un elemento más de su castillo, invitaba a ser tocada a dúo. Y esta vez, la princesa tendría que enfrentarse a lanzar sus miedos a ritmo de vals. 

Los juguetes, el arpa, la guitarra…

Los sonidos que la princesa guardó entre algodones, las manchas de tinta de una partitura escrita a mano, los gusanos que poco a poco, a gritos, se comían las voces de un instrumento fabricado en piel de cabra…

La música de la princesa muda estaba acompañada por un séquito de sonidos a los que nunca había permitido sonar.

Esta partitura no podía ser uno más de aquel cajón de recuerdos sonoros. Porque no era sólo suya, no le pertenecía sino como parte de una música construida entre dos. 

La princesa desempolvó el oboe, se sentó junto al piano y, sin miedo, dejó fluir las primeras notas… Gracias, mamá.
Eva

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